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Promesa

Promesa Por Petite Ange

Acurrucada entre la acogedora calidez de las sábanas de algodón ella abría los ojos y miraba con intensidad a la oscuridad informe, como si esperase que ésta le devolviera la mirada.

En esos momentos la casa dormitaba. No había más ruido que el lejano tic-tac de los relojes, esforzados en dar consistencia a un tiempo que se diluía para fluir a su antojo. En esos momentos nadie la miraba. Y ella extendía el brazo hacia la fresca negrura: lo estiraba mucho, como intentando tocar algo, como intentando entrelazar los dedos con los de aquel que, en esos momentos, también palpaba la abismal sombra, buscando su mano.

No parpadeaba. Contenía el aliento con los ojos fijos más allá de la mano que no veía, y, en ese instante en el que el tiempo y el espacio se desdibujaban, perfectamente despiertos entre el sueño y la vigilia, casi se tocaban, casi sentían el uno el calor del otro en la punta de los dedos.

Con una suave presión en el interior del pecho que no le dejaba respirar, ella retiró la mano, como tantas veces, en un suspiró silencioso, y la escondió junto a su cuerpo. Con mucha suavidad la cerró, acariciando los dedos con el pulgar, luego acariciando con ellos la palma, volviendo a abrirla.

Y poco a poco le fue venciendo el sueño. Y, mientras su respiración se iba tornando más lenta, más profunda, se dejó vagar por el anhelo, saboreándolo con el tacto de la almohada, sabiendo que él estaría haciendo lo mismo.

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