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Promesa

Promesa Por Petite Ange

Acurrucada entre la acogedora calidez de las sábanas de algodón ella abría los ojos y miraba con intensidad a la oscuridad informe, como si esperase que ésta le devolviera la mirada.

En esos momentos la casa dormitaba. No había más ruido que el lejano tic-tac de los relojes, esforzados en dar consistencia a un tiempo que se diluía para fluir a su antojo. En esos momentos nadie la miraba. Y ella extendía el brazo hacia la fresca negrura: lo estiraba mucho, como intentando tocar algo, como intentando entrelazar los dedos con los de aquel que, en esos momentos, también palpaba la abismal sombra, buscando su mano.

No parpadeaba. Contenía el aliento con los ojos fijos más allá de la mano que no veía, y, en ese instante en el que el tiempo y el espacio se desdibujaban, perfectamente despiertos entre el sueño y la vigilia, casi se tocaban, casi sentían el uno el calor del otro en la punta de los dedos.

Con una suave presión en el interior del pecho que no le dejaba respirar, ella retiró la mano, como tantas veces, en un suspiró silencioso, y la escondió junto a su cuerpo. Con mucha suavidad la cerró, acariciando los dedos con el pulgar, luego acariciando con ellos la palma, volviendo a abrirla.

Y poco a poco le fue venciendo el sueño. Y, mientras su respiración se iba tornando más lenta, más profunda, se dejó vagar por el anhelo, saboreándolo con el tacto de la almohada, sabiendo que él estaría haciendo lo mismo.

Los tres caballeros

Los tres caballeros Por L. Chandos

A todos mis amigos de Hazte Oír,
habéis sabido escoger y os lo merecéis.
Good Luck!


Cuentan de tres nobles caballeros que llegaron a una ciudad muy famosa por sus grandes calles y jardines, sus comercios y su gente hospitalaria. Se les hizo un poco tarde y decidieron buscar un lugar para alojarse esa noche. Un señor les comentó que el mejor sitio era el Hotel Real, el cual estaba muy cerca del Ayuntamiento y de la Biblioteca. Cuando llegaron a este Hotel, decidieron no entrar por no ser el lugar más digno para ellos, a pesar de que los suelos de las habitaciones eran de mármol, las cortinas de terciopelo, y las lámparas de bronce dorado al fuego.

Les indicaron que fueran al palacio del Marqués de Villafresca, en muchas ocasiones se habían alojado príncipes, embajadores, y hasta primeros ministros… Era un hombre muy hospitalario y no tendría problema de darles unas buenas habitaciones a nuestros distinguidos amigos. Pero éste tampoco era el lugar más adecuado para pasar la noche, así que optaron por ir a otra ciudad en busca de alojamiento.

Ya no se veían las torres de la ciudad, y el camino se hacía cada vez más estrecho e incómodo. De repente uno de ellos divisó la casa perfecta para alojarse. Era una humilde casita de madera, con tejado de chapa de bidones, y unas ventanas con cristales viejos y rotos. Era sencilla pero se notaba que estaba limpia y ordenada, que era un hogar alegre y acogedor. Alrededor de la casa había un lugar cercado en el que revoloteaban unas gallinas y otros animales. También tenía un huerto con hortalizas, algún árbol frutal, y un burrito que daba vueltas a una noria que sacaba agua a borbotones del pozo con el que se regaba el campo.

Uno de los caballeros llamó a la puerta con cierto sigilo. La señora de la casa les recibió con un poco de temor ante la visión de semejantes personajes circunspectos y de gesto noble.

-Nos gustaría pasar la noche en su casa –dijo uno ellos-. No hemos encontrado ningún alojamiento apropiado en la ciudad y tenemos miedo de que la noche nos sorprenda en descampado.

-Nuestra casa es humilde y no hay muchas comodidades, pero sean bien recibidos –dijo la mujer-.

En esto llegó el marido con un manojo de verduras en una cesta para cocinar esa noche, y les dio la bienvenida invitándoles a pasar.

-Antes de pasar queremos presentarnos. Este caballero se llama Salud, como ven es fuerte y joven, capaz de vivir décadas y décadas sin achaque alguno. Este otro es Fortuna, generoso y pudiente, nunca le falta de nada. Y yo me llamo Amor… ¡Qué les voy a contar de mí! A los hombres los vuelvo locos, se olvidan de ellos mismos por quien aman, no hay esfuerzo baldío, ni noche sin lágrimas, e incluso hay quien pierde la vida por un Amor. Hay un problema, y es que sólo puede hospedarse en su casa uno de nosotros, el que ustedes elijan, los otros dos pasaremos la noche a la intemperie.

-Bueno –dijo el hortelano-, siendo así que pase Fortuna. Yo ya soy mayor y tenemos una tierra que cada vez da menos frutos, y estoy un poco viejo… Fortuna nos ayudará a salir adelante hasta el fin de nuestros días.

La mujer le hizo callar y dijo:

-No, no… que pase Salud. El reuma me está matando y cada vez me cuesta más soportar el invierno… Y esta espalda… Qué les voy a contar de mi espalda. Salud nos ayudará a vivir sin problemas en el cuerpo.

La hija de este matrimonio había escuchado todo lo que decían sus padres, y sin pensarlo replicó:

-Por favor, que pase Amor… Quiero que me ayude a encontrar el amor de mi vida.

Los padres se mofaron de ella, pues decían que con dinero podría ir a una buena Universidad, comprar buenos trajes, y encontrar un buen chico… Y con salud sería una muchacha siempre hermosa que llamaría la atención a todos aquellos que pasaran junto a ella.

Pero la hija era muy tozuda, y tanto insistió que por complacerla pidieron que pasara Amor. Qué alegría al ver que el noble caballero Amor entraba con gesto solemne y decidido a la humilde casa de unos campesinos. Y qué sorpresa al ver que le seguía Fortuna y Salud.

-¿Pero no dijeron que sólo entraría uno?

-Así es –respondió Amor-. Si ustedes hubieran elegido a Fortuna o a Salud, sólo hubiera entrado en su casa uno de ellos. Pero donde yo voy ellos también vienen. Pues al Amor siempre le acompaña la Fortuna y la Salud.

Es verdad, quien Amor tiene nada le falta...